Cada 19 de noviembre el mundo vuelve a mirar de frente una problemática que continúa presente y dolorosamente vigente: el abuso sexual infantil sigue siendo un delito frecuente, cercano y muchas veces cubierto por una impunidad que lastima. Y esa impunidad no solo responde a agresores que logran evitar condenas, sino también a fallas estructurales que atraviesan todo el sistema. La mayoría de los casos no llega a denunciarse, muchos expedientes se cierran por falta de pruebas, los procesos judiciales suelen retrasarse y desgastar a las familias, y numerosas instituciones aún no cuentan con equipos preparados para investigar hechos de esta complejidad.
Por eso esta fecha, que reúne el Día Mundial para la Prevención del Abuso Sexual Infantil y la jornada contra el Maltrato Infantil, no puede quedar en un gesto simbólico. Es un llamado urgente a revisar qué estamos haciendo —y qué no— como comunidad y como Estado para cuidar a quienes dependen por completo de los adultos.
Los estudios en criminología son contundentes: el peligro principal no proviene de desconocidos ni de “depredadores online”, sino de personas del círculo íntimo. Según datos de UNICEF, entre el 70% y el 85% de los casos son perpetrados por familiares, allegados, docentes, entrenadores o adultos de confianza.
El agresor casi siempre es alguien con vínculo y autoridad sobre la víctima. Allí radica el núcleo del abuso: una relación de poder desigual que se sostiene en la manipulación, el miedo y la dependencia emocional. Lugares que deberían ser de resguardo —como casas, escuelas o clubes— terminan silenciando lo ocurrido por vergüenza, culpa o temor. Un niño no calla por elección: calla porque sabe, aun sin comprender del todo, que el adulto controla las consecuencias.
Lo digital no creó el abuso, pero sí lo volvió más rápido, más accesible y más difícil de frenar. El grooming, la captación online y la circulación global de material de explotación encontraron en internet un espacio donde los agresores actúan con ventajas: anonimato, alcance ilimitado y la posibilidad real de evadir controles.
La prevención no empieza frente a una pantalla. Empieza en el hogar, en la escuela y en la formación de adultos capaces de escuchar, contener y actuar. Supone enseñar a los niños a reconocer límites, pedir ayuda y confiar en que serán protegidos.
Los Estados tienen la responsabilidad de contar con equipos especializados, procesos judiciales ágiles y políticas sostenidas. No alcanzan los comunicados ni las campañas aisladas.
El 19 de noviembre nos recuerda una verdad básica:
Los niños no pueden defenderse solos.
Cuidarlos no es un acto de buena voluntad.
Es una obligación ética, social y legal. Y estos delitos deben investigarse y sancionarse sin demoras, sin excusas y sin silencios impuestos.